Capítulo 18-Bel- Esperar
Leo un par de veces el mensaje.
Bueno, la verdad es que más que un par es un millón de veces. “Hola”, es lo
único que dice, pero no deja de sorprenderme. Contando con ella, tengo dos
amigos en Facebook. Y el otro es mi padre, que insistió en que aceptase la
solicitud para “tenerme vigilada y ver lo que voy haciendo por ahí”. Es una
tontería, aunque él tampoco se conecta nunca. Pero aun así me entristece. A
veces me entristece no ser como los demás. Pero esto también me gusta, tiene su
parte buena, aunque sea pequeña.
Decido no responder ahora, pues
con mis hermanos me resultaría imposible tener una conversación “decente” y
después me tendría que ir, y no pillaría el wi-fi de casa. Así que mejor espero
a mañana. Aunque estoy deseando hablar con ella… Tal vez las cosas cambien.
Y ahora espero.
Espero a que mis hermanos se
calmen.
Espero a que Josep pare de
llorar porque tiene miedo.
Espero a que la maldita PSP de
Jack se quede sin batería. Maldita sea la vez que tuvimos dinero…
Espero a que mi padre llegue de
su trabajo.
Y llega. Menos mal. Solo tenía
que hacer una hora y media de más.
Escuchar el tintineo de las
llaves al chocar contra la cerradura se vuelve música para mí ahora mismo. Suspiro.
Por fin, ya está… Al menos tendré un poco de tiempo para mi trabajo.
-
Ya estoy aquí, chicos. ¿Me habéis echado de
menos?- La sonrisa en su rostro engaña a mis hermanos, per sus ojos cansado lo
delatan.
Trabaja mucho, muchísimo. Como
mínimo hace diez horas al día, sin contar las horas extras que tiene que hacer
casi a diario. Hoy sólo ha sido una hora y media, pero otras veces son dos o
incluso tres horas más. Pero ni así nos llega. Y a pesar de que juegue con sus
hijos, esté siempre tan animado e intente ocultar todos los problemas detrás de
su espalda, yo sé que nada va bien, que esto se le hace grande. Y por eso
intento ayudarlo en casos como este. Aunque no estoy todo el día pendiente de
él, pues tiene que entender que él mismo se lo buscó. Apechugando con las
consecuencias es como más se aprende. He visto muchos casos de esos, y son muy
efectivos, la verdad.
Corro hacia mi habitación, meto
el portátil en una mochila de plástica con cuerdas azul, bastante desgastada, y
vuelvo al pasillo. Veo como mis hermanos se acercan a mi padre a saludarlo y a
pedirle que se anime a unirse a la partida. Yo, sin embargo, paso, me despido
en silencio y salgo por la puerta.
Es una noche fría. Con un
viento que viene del norte que te deja helado. Me subo más la bufanda y me
apresuro. Hay poca gente en la calle. Y los que hay caminan rápido, con un
destino concreto en mente, ansiosos por llegar lo antes posible y abandonar
este frio que encoge los músculos.
Con tantas prisas y con la
bufanda que casi me tapa los ojos, no me doy cuenta de que la cafetería a la
que suelo ir siempre, está cerrada. Abro mucho los ojos y me acerco aún más a
ella. Hay un cartel enganchado en la persiana que tapa el local. Lo leo.
«Cerrado por defunción»
Aprieto los labios. Me cuesta
reprimir las lágrimas. Y no lo hago. Imagino cómo lo estará pasando Claudia, la
propietaria de la cafetería… Siempre se porta muy bien conmigo. Es una chica
fantástica, muy dinámica y alegre. Me cuesta imaginarla triste y llorando,
encerrada en su casa…
Dejo atrás el local, secándome
las lágrimas, pues el aire que me empuja es como un cuchillo sobre mi mejilla
mojada.
Paseo un rato por la misma
avenida en la que está la cafetería de Claudia. Pensando en todo y en nada,
fijándome en los bares para escoger cual es el mejor. Pero todos están
abarrotados de gente. Me gusta trabajar con un poco de silencio, tranquilidad,
y todos tienen un ambiente tan “bueno” que lo hacen malo. Sí que tiene la gente
dinero… No hay bar que no deje a su paso un barullo insoportable. Pero tengo
que elegir. Esta es una búsqueda sin sentido y como tarde mucho más no me va a
quedar tiempo para nada. Miro la hora. 21:45. Se me acaba el tiempo. Así que decido sentarme en el siguiente bar
que encuentro. Bueno, al menos lo que encuentro no es un restaurante ni un bar
con hombres pegados a las cervezas. Es como más informal, sin pasarse, algo
juvenil. Aunque hay gente de todas las edades, y también está abarrotado.
Al entrar paso totalmente
desapercibida. Andar por aquí es casi imposible. Es grande, pero hay gente por
todos lados. Caminan hacia su mesa. Se acercan para comprar una bolsa de
patatas chips. Se van. Vienen. Salen a fumar. Entran de fumar. De todo. Y
encontrar una mesa me resulta casi imposible. Pero en una esquina del local,
como si estuviese echa para mí, hay una mesa pegada a la pared con una silla
negra. Resulta satisfactoria encontrarla, pero me aplasta la cruda realidad. Me
acerco rápido a ella para que no se me adelante nadie. Me siento y observo a la
gente. Todo el mundo está animado, charlan, ríen, y hacen bromas. Nadie está
sólo. Aunque, una vez más, antes de que consiga deprimirme eso, saco mi
portátil y lo empiezo a encender. Un camarero se me acerca.
-
¿Qué va a tomar, señorita?- Escuchar “señorita”
me saca una sonrisa.
-
Café con leche, por favor.
-
Bien-dice mientras lo apunta en una mini
libreta-. Ahora mismo se lo traigo.-Y también sonríe.
Cuando se marcha, en la
pantalla del ordenador ya ha aparecido la foto de inicio (un simple fondo
negro) y me pide la contraseña. Tecleo rápido los ocho dígitos. Cuando clico en
el Word correspondiente tarda un poco más de lo habitual en aparecer. Me pone
nerviosa. Estoy deseando seguir con esta investigación ahora que se pone
interesante. Pero cuando me aparece la pantalla llena de letras me quedo en
blanco. El barullo de la gente me desconcentra un poco, así que intento
relajarme.
Cinco minutos más tarde me
traen el café. Lo pruebo. Quema mucho… Lo dejo reposar un rato. Cierro los ojos
y dejo la mente en blanco. De repente tengo demasiado calor, aunque me haya
quitado la bufanda y la chaqueta. Hace mucho calor… Demasiado. Empiezo a sudar…
A sudar mucho. Y mis manos empiezan a temblar.
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